Caso: “Lo que queríamos y lo que éramos”

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Caso: “Lo que queríamos y lo que éramos”

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Cuando acepté el cargo de subgerente de operaciones en Biovida, una empresa chilena de alimentos saludables, sentí que estaba entrando a una organización con sentido. Me habían hablado de una cultura dinámica, de valores sólidos, y de una misión poderosa:
“Mejorar la salud de las personas a través de productos nutritivos, accesibles y sustentables.”
La visión 2030 colgaba en un lienzo de lino reciclado en la entrada:
“Ser líderes en alimentación saludable en Latinoamérica, con impacto ambiental positivo y conciencia ética en cada decisión.”
El entusiasmo me duró tres semanas.
Lo primero que hice fue estudiar el plan estratégico vigente. Teníamos objetivos estratégicos claros: ingresar a los mercados de Perú y Colombia en menos de 36 meses, consolidar una línea vegana libre de sellos negros, y posicionar a Biovida como referente en innovación alimentaria a través de alianzas con universidades. Bien.
A nivel táctico, cada gerencia tenía sus KPIs definidos:
Marketing debía aumentar el reconocimiento de marca entre jóvenes de 25 a 35 años en un 30%.
Producción debía reducir el uso de plásticos en un 20%.
RR.HH. debía implementar un sistema de capacitación continua en sostenibilidad.
En mi área, el objetivo operativo inmediato era rediseñar los turnos de embalaje para reducir en 15% el ausentismo del segundo semestre.
Pero al intentar coordinar acciones, todo se volvió absurdamente lento.
El primer choque fue cuando propuse una modificación simple: que los equipos de embalaje pudieran rotar entre líneas para aumentar el sentido de pertenencia. La jefatura de calidad se opuso porque “nunca se ha hecho así”. La jefatura de producción pidió un informe. RR.HH. me pidió una evaluación de clima previa. El gerente general pidió que se discutiera en comité ejecutivo… tres semanas después.
Ahí entendí que la estructura no solo era vertical, sino rígida, desconfiada y fragmentada. Cada área funcionaba como una isla. No había equipos transversales. No había estructuras matriciales. No había agilidad.
Lo contradictorio era evidente: queríamos ser “líderes en innovación y sostenibilidad”, pero nuestra estructura interna respondía a un modelo burocrático clásico, muy similar al que describe Mintzberg (1979) como “burocracia mecánica”: altos niveles de especialización, estandarización y control, adecuados para contextos estables… pero totalmente disfuncionales en entornos dinámicos.
Lo confirmé cuando estudié un informe externo: Biovida se autodefinía como una organización ágil, pero carecía de los elementos básicos de agilidad estructural descritos por autores como Robbins & Judge (2013): delegación de decisiones, trabajo en red, autonomía, y cultura orientada al cambio.
En términos simples, teníamos una misión posmoderna con una estructura industrial.
Después de seis meses y varios intentos fallidos de innovación de bajo costo, entendí que mi energía estaba mal dirigida. Presenté una propuesta formal de rediseño estructural: crear células interfuncionales de innovación, eliminar al menos un nivel jerárquico, e incorporar feedback del cliente final en las decisiones de producto. Fue archivada “para futura revisión”.
Renuncié a los ocho meses.
Hoy, cuando leo la misión de una empresa, ya no me deslumbro. Lo que busco es coherencia estructural. Como señalan Chiavenato (2011) y Chandler (1962), la estructura debe seguir la estrategia, no al revés. Y si una organización quiere realmente lograr su visión, necesita alinear sus metas operativas, objetivos tácticos y estratégicos con una arquitectura organizacional que no solo lo permita, sino que lo facilite.
Porque si no hay coherencia entre lo que decimos y lo que estructuramos, lo que queda es eso: discursos bonitos en lienzos reciclados.


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